La experiencia de la covid-19 lleva a las principales economías del mundo a potenciar su sector manufacturero.
Industria ha dejado de ser una palabra cargada de pasado para convertirse en una plena de futuro. En la memoria quedan las imágenes de los altos hornos o de la metalurgia más contaminante. También aquel viejo adagio que decía que “la mejor política industrial era la que no existe”, atribuido a Carlos Solchaga, ministro de Economía español en tiempos del Gobierno socialista de Felipe González, y que corrió como la pólvora por varios países latinoamericanos, laminando sus ya de por sí débiles mimbres manufactureros. El concepto mismo de sector secundario ha dado un giro radical en los últimos años; la cuarta revolución industrial ha dejado de ser un futurible para convertirse en algo real, palpable; y tras varias décadas de dejar hacer al mercado, son legión los países que vuelven sus ojos sobre la industria para tratar de asegurar su propio futuro. Las manufacturas, especialmente las de mayor componente tecnológico, vuelven a estar en el candelero. Y los poderes públicos han perdido el miedo a tomar las riendas.
El runrún venía de atrás, pero la pandemia de la covid-19 ha sido un potente impulso para este cambio de guion. El drástico parón de los servicios a medida que los países confinaban a la población y activaban el botón de la hibernación en la economía puso de relieve la urgencia de darle una vuelta al modelo económico vigente que prima los servicios. Hacia ahí se dirige Bruselas y los fondos europeos de recuperación, como también el discurso de un número cada vez mayor de economistas.
Eso no quiere decir,
ni mucho menos, que el sector terciario deje de tener un papel predominante,
especialmente en países como España, que cuenta con una enorme ventaja
competitiva en el turismo. Pero sí subraya la evidencia: que los desequilibrios
en la estructura productiva no auguran nada bueno cuando vienen mal dadas. No
hay que escarbar mucho en las series de datos estadísticos para darse de bruces
con la diferencia entre la resistencia de los países que cuentan con un sector
manufacturero fuerte y los que no. Alemania —pasado, presente y futuro de la
industria europea— ha aguantado el tipo mucho mejor que el resto de vecinos europeos.
El PIB alemán cayó el 4,8% en 2020, frente al 8,1% de Francia, el 8,9% de
Italia y, sobre todo, el 10,8% de España. En todos ellos, el peso del sector
secundario no ha dejado de caer, siempre en favor del terciario. “Es una
constante desde la creación del euro”, recuerda Xavier Vives, profesor del IESE
y último premio Nacional de Economía.
Bloques emergentes
Algo muy similar ha ocurrido en el bloque emergente. Las muy manufactureras economías de China (creció un 2,3% en 2020), Taiwán (3,1%) o Corea del Sur (que salvó los muebles con una mínima caída del 1% en su PIB durante la pandemia), cuyas autoridades llevan años guiando a su sector secundario y apoyando a las industrias con mayor potencial exportador, han resistido mucho mejor que el resto del bloque emergente, América Latina incluida. Parte de ese mejor comportamiento tiene que ver con su capacidad para mantener a raya el virus. Pero hay mucho más y las comparativas escuecen: mientras Corea ha pasado en tres décadas de ser un país pobre a situarse entre los más ricos del mundo, México, que partía de una situación ligeramente mejor, se ha quedado prácticamente estancado.
Mientras los servicios languidecen, el comercio internacional de bienes —una estadística en la que la industria tiene mucho que decir— ha tardado menos de un año en volver a los valores precrisis. Los indicadores adelantados de actividad apuntan en la misma dirección: los PMI manufactureros de España, Francia, Italia, Países Bajos y —cómo no— Alemania están en máximos desde que hay registros. Tres cuartos de lo mismo ocurre al otro lado del Atlántico, donde la actividad manufacturera florece, las órdenes industriales de venta están en niveles récord de 11 años y el 90% de las empresas manufactureras estadounidenses se muestran “algo o muy optimistas” sobre el rumbo de su negocio, 54 puntos más que el sentimiento que había en lo más duro del cerrojazo por la pandemia.
“Casi siempre es necesaria una recesión fuerte para darnos cuenta de la importancia que tiene la industria, que sigue siendo mucha. Tras la crisis financiera no hicimos esta reflexión, pero espero que esta vez sí la hagamos”, apunta el economista noruego Erik S. Reinert. “Siglos después, lo que sigue creando valor es la industria, que transforma la materia prima en producto final, pero durante demasiado tiempo se ha querido creer que no era así”, sostiene este experto en economía del desarrollo. También Juan Carlos Moreno-Brid, profesor de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), ve lógico que la pandemia nos esté llevando a pensar en la industria como palanca de desarrollo. “Pero más que por nostalgia del pasado, como forma de construir el futuro: ha revelado que la innovación y la manufactura, sobre todo la que tiene mayor carga tecnológica, son fundamentales”.
Dependencia
La pandemia ha hecho que Europa, Estados Unidos y algunos países de América Latina hayan empezado a caer en la cuenta de lo dañino que puede ser no solo descuidar la industria, sino estar en manos de un único país para aprovisionarse de lo más básico. Cuando más falta hacían mascarillas, equipos de protección para sanitarios o gel desinfectante, las autoridades se dieron de bruces con la realidad: casi todo venía de fuera. “Hay muchas razones para que se esté volviendo a pensar en la industria ahora, pero la pandemia es la mayor de ellas: el mundo se dio cuenta de que dependía casi íntegramente de China”, subraya Richard Koo, economista jefe del banco japonés Nomura.
El segundo aldabonazo ha sido el estrangulamiento de las complejísimas cadenas de suministro en las que descansa casi toda la producción, con cuellos de botella que han complicado la llegada de materiales clave como los semiconductores y un incentivo más para asegurar un mínimo de proveeduría nacional. No se trata, ni mucho menos, de regresar —bien mediado el siglo XXI— a un modelo autárquico, pero sí de romper con una dependencia al 100% del exterior. “Se ha revelado la fragilidad de unas cadenas globales de suministro optimizadas para maximizar su eficiencia y el retorno del capital a costa de la resiliencia”, analiza Bill Janeway, profesor de la Universidad de Cambridge, que defiende la reindustrialización como “medida de seguridad nacional”.
En esto la academia no predica en el desierto. La Comisión Europea, por boca de su comisario de Mercado Interior, Thierry Breton, ha subrayado su intención de “relanzar una estrategia industrial ambiciosa para recuperar la soberanía en las actividades estratégicas”. Y en EE UU, incluso con una Administración —la de Joe Biden— formalmente más favorable al libre mercado que la de su predecesor, Donald Trump, ha enraizado el mensaje del buy American —compra estadounidense— y el propio presidente demócrata ha abogado sin tapujos por ampliar el radio de acción de su industria nacional a todos los ámbitos. “No compro ni por un solo segundo [la idea de] que la vitalidad de las manufacturas americanas sea cosa del pasado”, proclamaba Biden en enero.
El vector laboral también ofrece importantes argumentos para quienes sostienen que la desindustrialización es una mala noticia: la noción de que las cosas irían radicalmente mejor una vez que la economía casi plenamente terciarizada ha envejecido regular tirando a mal. En España, los datos son especialmente elocuentes: un trabajador manufacturero gana, de media, un 20% más que en servicios. La brecha, lejos de cerrarse, no ha dejado de crecer en los últimos años: en 2012 era seis puntos porcentuales menos. “La industria ofrece mejores salarios y una mayor estabilidad”, incide Vives.
“La pandemia ha exhibido la fragilidad del empleo en los servicios, por décadas la mayor fuente de creación de empleo en EE UU y en Europa”, argumenta James K. Galbraith, profesor de la Universidad de Texas. “No debe sorprender que ahora toda la estrategia esté en tela de juicio”. El hijo del histórico economista John K. Galbraith duda, sin embargo, de que la actual corriente retórica a favor de la reindustrialización vaya a trasladarse fácilmente al terreno de los hechos: “En economías con salarios altos es muy difícil competir con Asia. La clave es más bien identificar las necesidades que hay y volcar los recursos en ellas. Y ahora mismo lo más crítico es la energía, el cambio climático y la reconstrucción urbana”.
Esta crisis será probablemente recordada como aquella que derribó algunos postulados económicos que parecían esculpidos en mármol: en lo monetario (los bancos centrales han ido más lejos que nunca con tipos de interés ultrabajos y compras masivas de deuda, tanto pública como privada, sin que los halcones de la ortodoxia hayan levantado la voz más de la cuenta), en lo fiscal (los Estados han estirado los límites de lo posible, saliendo con todo para contener con éxito el derrumbe: de nuevo, ni pío de los más acérrimos ortodoxos) y quién sabe si también en lo industrial.
Cambio de tono
El cambio de tono respecto a la necesidad de una política sólida para reforzar las manufacturas y lograr sectores capaces de competir en la esfera internacional había empezado un poco antes, en torno a 2018 y 2019, pero el empujón definitivo ha sido el mayor batacazo económico en varias generaciones. “Los que decían que la mejor política industrial es aquella que no existe no entendían que la globalización ya ha cambiado la innovación, la producción y el crecimiento mismo”, dispara Dan Breinitz, profesor de la Universidad de Toronto. “Los gobiernos son conscientes de que la innovación y el aumento de la productividad necesitan de su liderazgo y de la colaboración público-privada”, zanja Robyn Klingler-Vidra, profesora del King’s College.
Estamos, como escribían dos economistas del nada sospechoso Fondo Monetario Internacional —Reda Cherif y Fuad Hasanov— poco antes de que la covid-19 pusiese el mundo patas arriba, ante el regreso por la puerta grande de “la política que no debe ser nombrada”. “La política industrial está teñida de mala reputación y a menudo se la considera el camino a la perdición para las economías en desarrollo”, reconocían los expertos del FMI. Pero “los milagros asiáticos son una historia incómoda y se debe aprender más de los milagros que de los fracasos”.
El mercado es y seguirá siendo clave, pero dejarlo todo a su albur no parece buena idea cuando otros —China fundamentalmente— cuentan con el respaldo nítido y constante del Estado a su sector industrial. Mientras EE UU y buena parte de Europa dejaban hacer a la ley de la oferta y la demanda, sin apenas muletas para su industria, varios países asiáticos —liderados por China— optaban por otro modelo, en el que el dinero público era clave para crear campeones nacionales —e internacionales—.
Jugador estratégico
Esta estrategia de los países asiáticos no les ha salido precisamente mal, liderando varias industrias de tecnología punta como los semiconductores y con mejoras de la productividad. “El factor China es fundamental: un jugador estratégico que juega con otras cartas, que apuesta desde el Estado por los sectores de tecnología más avanzados y que tiene un modelo en el que la política industrial es fundamental. Nos puede gustar o no, pero obliga a reaccionar”, apunta Xosé Carlos Arias, catedrático de Política Económica de la Universidad de Vigo.
“En un entorno de alta competencia como este y cuando empieza a haber perdedores claros en la escena mundial, como ahora, tras la subida de China, se recurre al Estado. Pero no es ninguna novedad: ha sido la base de la creación de todos los líderes industriales actuales y pasados”, desliza Alex Izurieta, economista de la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Comercio y Desarrollo (Unctad, por sus siglas en inglés).
En las escuelas de negocios, abunda Lourdes Casanova, profesora de la Universidad de Cornell, “llevábamos décadas diciendo que los mercados asignan el dinero mejor que los gobiernos y ahora resulta que no siempre es así”. Toca, dice Casanova, “hacer examen de conciencia: decíamos que las políticas industriales eran ineficaces y un sumidero de dinero, y resulta que a algunos les ha ido muy bien. Hace falta mucho dinero y coordinación, y a veces eso solo lo pueden hacer los Estados”.
Que la popularidad de Mariana Mazzucato o Dani Rodrik, dos economistas convertidos casi en estrellas del rock con un mensaje nítidamente a favor de la política industrial y del papel emprendedor del Estado, no haya dejado de ganar fuerza es un síntoma cristalino del cambio de aires. También que, como en el reciente viraje de la política monetaria y fiscal, los sectores tradicionales más críticos apenas han levantado la voz. “Antes nadie hablaba de esto y últimamente el retorno de la política industrial se ha convertido casi en un tópico: aparece en todas partes y ni siquiera los más liberales están poniendo el grito en el cielo”, sintetiza Arias. “El dogma de que la mejor política industrial es aquella que no existe ha dominado durante 30 o 40 años, pero termina ahora: ha sido un claro fracaso”. Otro paradigma se cae a pedazos.
Una oportunidad única
La industria española llegó a la crisis algo más que renqueante, pero saldrá de ella reforzada en lo retórico y —al menos en el caso de los sectores más punteros— como una de las grandes beneficiadas por los fondos europeos de recuperación. El peso manufacturero sobre la economía lleva décadas de progresiva caída, una tendencia compartida con prácticamente todos los grandes vecinos europeos salvo Alemania, pero ahora se abre una oportunidad con la que nadie contaba. La mayoría de los Proyectos Estratégicos para la Recuperación y la Transformación Económica (PERTE) identificados por el Gobierno giran en torno al sector secundario: el coche eléctrico —el primero de ellos es el consorcio público-privado que alumbrará la primera fábrica de baterías del país—, el hidrógeno verde, la aeronáutica, la inteligencia artificial o el sector agroalimentario, con especial foco en las actividades de transformación.
En paralelo, los sindicatos han redoblado su apuesta por insuflar vigor a las
manufacturas y hasta la patronal, habitualmente más reticente a este tipo de
planteamientos, ha apelado —por boca del presidente de la CEOE, Antonio
Garamendi—, a la “reindustrialización” como “clave” en la recuperación. “Estos
fondos que llegan de Europa pueden ser una gran oportunidad para apostar por
sectores modernos y no por los tradicionales”, apunta Xavier Vives, de la
escuela de negocios IESE. “Cualquier monocultivo es malo, y el de servicios
también: no podemos olvidarnos para nada del turismo, que es una gran ventaja
comparativa que hay que seguir explotando, pero hay que reequilibrarlo”, opina
Xosé Carlos Arias, de la Universidad de Vigo. “Los fondos europeos y los PERTE
son la ocasión de oro para reindustrializar, aunque con un sentido muy distinto
al de hace 40 años”.
Fuente: El País
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